A Viña Machado no le importaron los juicios puritanos que recibió por confesar que lo hizo en la primera cita
Su olor en mi piel, mi cabeza tratando de rebobinar y un guayabo evidente. Él, abrazado a mí y aún dormido. Estamos bailando y él me trata de besar y yo lo evito. Una botella de guaro me desinhibe. Puta, por qué no me puedo acordar cómo se llama. Se despierta, va al baño, y yo me hago la dormida. Me aseguro de que no venga y con rapidez busco su billetera. Saco su cédula. Lo tengo. Claro, todo tiene sentido. Me trae de cabeza, lo he visto mil veces, pero es nuestra primera cita. Me encanta. Voy en una camioneta saliendo de Chía, rumbo a Bogotá, él me lleva en sus piernas, vamos besándonos apasionadamente sin importar un carajo las otras ocho personas que van con nosotros. Llegamos a su casa, me siento encima de la mesa del comedor. Llevo minifalda, botas, y una camisa que apenas me cubre adelante. Él me está quitando las botas mientras yo lo observo. Tiene la mirada fija en mis largas piernas y eso me gusta. ¿Quieres algo de tomar, pregunta. Yo no digo nada y lo miro. Mi respiración se acelera. Mientras reviso por debajo de la sábana que tenga puestos los calzones —de hecho los tengo puestos— me doy cuenta de que estoy empapada. Desde entonces, hace un año que duerme conmigo y yo siempre me levanto mojada.
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